
Cuando el Ejército norteamericano entró en Mauthausen, el 5 de mayo de 1945, banderas republicanas habían sustituido a las banderas nazis y la puerta del campo estaba cubierta por una gran pancarta en la que se podía leer: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras».
Un acto multitudinario recuerda la liberación de Mauthausen (El Períodico, 10 de mayo de 2015)
Situado a 160 kilómetros de Viena, Mauthausen no era propiamente un campo de exterminio como Auschwitz. Pertenecía a la macabra «Categoría III», que suponía «la aniquilación a través del trabajo». Los prisioneros, empleados como mano de obra esclava para la industria bélica alemana, trabajaban hasta 11 horas al día en canteras de granito, cargando piedras por 186 escalones conocidos como «la escalera de la muerte» .
CÁMARA DE GAS MÓVIL
Muchos de los 100.000 muertos fallecieron por agotamiento, unido al hambre y deplorables condiciones sanitarias. Desfallecer significaba ser rematado a golpes o tiros. A partir de 1942, un camión cerrado herméticamente se usó como cámara de gas móvil, donde se asfixiaba con monóxido de carbono a los prisioneros incapacitados para el trabajo. Hubo también muchos suicidios, de quienes, no soportando el calvario, se lanzaron contra la valla electrificada.
Los nazis los llamaban rostpanier (españoles rojos) y los catalogaron de apátridas y enemigos políticos. De los 7.500 españoles que vivieron el horror de Mauthausen, 4.816 murieron. El barcelonés Cristóbal Soriano, es, a sus 96 años, uno de los 25 deportados españoles que aún sigue vivo y el único que ayer regresó al lugar de su martirio, que compartió con su hermano, que murió en la cámara de gas del vecino castillo de Hartheim. «Había mucha violencia, te pegaban y no te podías quejar. Tenías que contar cuando te pegaban y si te equivocabas volvían a empezar», recordó.



